lunes, 2 de septiembre de 2013

En la colección de la Fundación "Lisandro Alvarado" existen los restos de de un megaterio un enigma de la paleontología...Y en Valencia nadie valora lo que este legado significa más aún, proveniente de la zona de la Cuenca del Lago de Valencia.

¿REALIDAD O FICCIÓN?

Megaterio, el extraño ‘dinosaurio’

Los restos de la bestia extinta en América hace 8.000 años son un enigma de la paleontología

El Museo de Ciencias Naturales expone el esqueleto recompuesto en Madrid

Esqueleto del megaterio que se exhibe en el Museo de Ciencias Naturales. / KIKE PARA

Ese simpático monstruo imponente y desnudo en su osamenta que se posa sobre cuatro patas sobre los pedestales del Museo de Ciencias Naturales en Madrid ha sido un rompecabezas para la paleontología mundial. Megaterio lo llaman y pese a haber pasado a la historia como la primera especie extinta hace al menos 8.000 años montada para su exhibición pública en todo el mundo —antes que los dinosaurios reproducidos en plena época victoriana en Londres—, ahí reposa, discreto, sin que se le dé la importancia debida o sin que Spielberg, pese a ser una criatura genuinamente americana (del sur), la haya considerado para acompañar su parque Jurásico.
El del megaterio es un caso único en el mundo y ha sido cerrado como un callejón sin salida. Es un mamífero. No es un dinosaurio, pero merece haber entrado en la mitología de estas bestias por la atracción que generó. Ha desafíado a la ciencia, la paleontología, el diseño, el imaginario colectivo, la relación entre forma y realidad, designada conjuntamente entre investigadores y artistas para que los pobres mortales nos hagamos una idea de cómo debió ser la vida en este planeta hace millones de años.
“Es un expediente X completo”, dice Juan Pimentel, historiador de la ciencia, espléndido divulgador, amigo de enigmas con razones ocultas para ser desveladas a la vista. Cuando escribió El rinoceronte y el megaterio (Abada Editores), este experto equiparó el caso al de la bestia diseñada por Durero, que se dio por válido como modelo desde el siglo XVI hasta que imágenes más realistas nos presentaran al animal tal cual es.
Pero la vestimenta, la piel, la carne, el contorno del megaterio, nuestro querido monstruo extinto, siempre será un misterio. Habrá que conformarse con imaginarlo. Desapareció del hábitat 8.000 primaveras atrás, después de haber permanecido como parte de un paisaje desafiante para nuestra imaginación al menos 18 millones de años.
Ilustración del megaterio en un diccionario de 1849, según el dibujo de Cuvier.
Corría en el calendario el 1788 cuando llegó a Madrid. Un fraile dominico, Manuel Torres, lo había desempolvado un año antes en las inmediaciones de un barranco cercano a Luján, provincia de Buenos Aires. Allí habían aparecido los enormes huesos que componían la criatura de unos seis metros y que después tendría ocasión de estudiar Charles Darwin en sus viajes por Argentina hacia 1833.
Torres no era un científico, pero venía a ser considerado el erudito en fósiles de la zona. Nada más acabar de desenterrarlo se lo comunicó al virrey y quizás lo vio dibujado por Francisco Javier Pizarro, teniente del cuerpo de artillería que había sido enviado para dar cuenta. Pero fue José Custodio Saá y Faria quien desde luego hizo este trabajo para documentar los datos del ejemplar antes de que fuera trasladado a Madrid.
¿Qué era? ¿Un herbívoro con garras de carnívoro? ¿Un felino del tamaño de un paquidermo? El puzle no casaba. La confusión comienza a intrigar. Los expertos penetran en un túnel oscuro tratando de descifrar qué venía a ser aquello y más tarde en qué momento dejó de existir.
“Resultaba lo más parecido a una quimera, a esos animales que se describían como mezcla de otros ya conocidos en los relatos antiguos”, cuenta Pimentel. Centauros; sirenas; minotauros; elfos; la propia quimera con su vientre de cabra, patas de dragón, cabeza leonina escupiendo fuego… Entraban en el mundo de la fantasía, aplicaban a la ciencia las reglas de lo imaginado por inventores de historias con dragones y princesas para encontrar una explicación digna del fenómeno.
Los interrogantes se amontonaban. ¿Anfibio o acuático? 18 vértebras por encajar formaban la columna de unos 3,5 metros. La cabeza medía unos 70 centímetros. Aquello podía pesar 175 kilos. No es un elefante, no es un rinoceronte. ¿Qué demonios es? “Un monstruo”, acertaba a decir solamente el propio Torres.
Del nuevo mundo tampoco se podía esperar menos que lo ignoto, lo diferente, lo inimaginable. Hasta el rey Carlos III quería saber a toda costa qué era eso de lo que todo el mundo hablaba y nadie acertaba a descubrir. Ya desembarcados los restos, quedan en manos de Juan Bautista Bru de Ramón, pintor y disecador del Real Gabinete de Historia Natural —antecedente del museo de ciencias—, que lo trata como animal muy corpulento y raro.
Lo malo es que, lejos de ser naturalista, Bru de Ramón “no pasaba de pintor y taxidermista con dudosa reputación”, cuenta Pimentel. Así que lo adaptó libremente. “Serró, limó y cortó varios huesos, rellenó de corcho otros, colocó piezas de forma defectuosa, añadió, alteró su anatomía…”. Lo descuajeringó un poco, dicho sea de paso, y finalmente lo dispuso en una postura inadecuada o más bien “pésima”, como años después lo juzgó Mariano de la Paz Graells, gran naturalista de la época isabelina.
De bestia enigmática habíamos pasado directamente a engendro. Había llegado el momento de que entrara en escena un grande en la materia. Georges Cuvier era el hombre. El número uno en esas lides. “Lo malo es que Cuvier pasaba por ser científico de gabinete más que de campo y no vio los huesos”. Se limitó a reconstruir el ejemplar mediante dibujos. He ahí un impacto fundamental que quiso ahorrarse: haberlo observado en su dimensión real.
El entonces joven científico (1769-1832), que acabó siendo invitado por Napoleón a su campaña de Egipto —cosa que rechazó por no salir del estudio—, tampoco viajó a Madrid para la tarea de reconstrucción que le hubiese gustado ver al mismo Thomas Jefferson, muy interesado en el caso. Aun así, con los planos, podríamos decir, resolvió el enigma. Incluso pese a reconocer que pertenecía a una especie completamente desconocida, lo designó con su nombre real, que ha quedado ya para la historia: Megatherium americanum y afirmó que se trataba de un edentado, un perezoso extinto del que fueron apareciendo muestras más tarde.
Esos ejemplares sirvieron para dar identidad paleontológica a los países nacientes de América del sur. Tanto que hoy es un símbolo en Argentina, todo un orgullo nacional. Sabemos ya que se erguía sobre dos patas, por ejemplo. El megaterio de Luján que hoy se exhibe en Madrid, no. Reposa sobre cuatro. Con ello nos interroga. ¿Son realmente los seres de otras épocas tal y como los vemos en el imaginario que nos han planteado artistas y científicos? “Dentro de unos años, incluso la imaginería paleontológica más avanzada de hoy quedará superada por otros descubrimientos”, comenta Pimentel. Y el reto de la ciencia al arte —y viceversa— seguirá en pie, aunque el camino que acerca el pasado a nuestros ojos deberán recorrerlo, como siempre, juntos.

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